viernes, 1 de marzo de 2013

Un café.

Como tantas tardes, como tantos días llevamos haciendo, tú y yo decidimos sentarnos a tomar nuestro rutinario café. Sin embargo, esta vez todo iba a ser diferente... 

Mismo día, misma hora, misma cafetería, mismo lugar, el mismo café de siempre, hecho de la misma manera. Hasta aquí todo normal, pero, a la vez, había algo extraño, algo diferente, algo que no llegué a entender, al menos, no al principio. 

Pero, desde el momento que nos vimos en nuestro punto de encuentro vi algo diferente en tu mirada, en tus ojos. En ese momento, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, tuve una extraña sensación, era como un presagio de que algo diferente pasaría en lo que solían ser nuestras rutinosas tardes de café. 

Y entramos en la cafetería, tú estabas demasiado callado, algo que, sinceramente, me extrañó demasiado. Pero le resté importancia. Quizás estabas demasiado cansado del largo día de trabajo y tan solo querías relajarte y disfrutar del dulce pero a la vez amargo sabor de tu capuccino. 

Nos sentamos en nuestro rincón, en aquella mesita más alejada. Allí, donde todo está silencioso y donde tan solo se escuchan nuestras voces susurrando. El camarero, que ya nos había visto, no se acercó a nosotros, él ya sabía que íbamos a pedir, él ya lo había preparado, y lo había dejado ya en nuestra mesa. 

Eso nos dejó más intimidad para disfrutar de nuestras sonrisas, de nuestras confidencias y de la suave música que sonaba en aquél momento. Pero, yo seguía notándote raro. No me sonreías como siempre, estabas muy callado, te notaba incómodo, alejado, pensativo...

Y yo, empezando a preocuparme por ti, decido preguntarte que te pasa, a que se debe tanto silencio, más del normal. Tú, con esa sonrisa que tanto me gusta, me dices tranquilamente: ya estabas tardando en preguntarlo, ya estabas tardando en preocuparte... 

Y hasta en los peores momentos, en los momentos que más nerviosa estoy eres capaz de hacerme sonreír. Y tú, con tu sencillez, me miras, sonríes, suspiras y me dices: nada que no tenga solución... 

Así, tan solo has hecho que mi preocupación aumente (pienso yo). Y seguimos hablando, seguimos comentando como nos ha ido la semana, todo aquello que ha pasado. Yo decido contarte algo que noté enseguida como te entristecía, como ese brillo que tenías en tu mirada, ahora ya no está. Entonces, me vuelvo a preocupar... Pero no te digo nada. Al menos, no con palabras... 

Ahora sí que no tiene solución... Me dices esto, a la vez que veo como bajas la mirada, como nos hundimos en un profundo silencio. Estamos callados, extraños. Y en ese momento, entiendo que no debí contarte mi desayuno en buena compañía. Eso, eso te entristeció. 

Te pido perdón, debí haberme callado, no haberte dicho la felicidad que me entró al pasar tiempo con otra persona que no fueras tú... 

Te miro, sonrío, y te digo, y ahora te lo repito, que no merece la pena ponerse mal, porque a pesar de haber sido feliz en esos 30 minutos de desayuno, soy más feliz cuando estoy a tu lado, cuando disfruto de nuestros cafés, de nuestras largas charlas. 

Y tú, tú vuelves a sonreír, tus ojos vuelven a brillar... Y te acercas a mí, cada vez estás más cerca mío, y entre el barullo de tanta gente, en un susurro me dices me gustas... 

Y entonces, nos fundimos en un largo beso, un beso que parece no tener fin, un beso cálido, cercano, un beso lento, un beso tuyo. Y yo, vuelvo a sentir como un escalofrío recorre todo mi cuerpo... Y yo, al separarnos, sonrío y te digo me gustas... 

Y volvemos a tomar nuestro café. Ese dulce pero amargo café, ahora más relajados, más tranquilos. Ahora, ya no estamos incómodos, ahora nos miramos, y volvemos a la rutina. Con una pequeña diferencia, ahora nuestros café serán diferentes, ya no habrán confidencias, ya nos lo hemos dicho todo, ahora habrán besos, largos besos, como el primero... 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguimos viviendo de sueños.

Ojalá poder hablar sin tapujos, ser un maldito libre abierto, no dejar que te coma por dentro, que en ti haya un malestar generalizado por a...